martes, 5 de febrero de 2019

«El tito Andrés».



   D. Andrés Avelino Arteaga-Lazcano y Palafox, marqués de Valmediano, de Ariza, de Armunia, de Estepa, de la Guardia, conde de Corres, de Santa Eufemia, de la Monclova, Señor de la Casa y Palacio de Lazcano y Grande de España de 1° clase. Madrid, 10 de noviembre de 1780 - Madrid, 5 de febrero de 1864.

    Coronel de caballería,  capitán de la brigada de Carabineros Reales, almirante de Aragón, regidor perpetuo de Toledo, caballero y gran  cruz de la Orden de Carlos III, orden del mérito de Sajonia, prócer del Reino, senador del Reino por derecho propio, caballerizo mayor honorario de la reina Isabel II.

    Miembro de una de las más antiguas familias de la nobleza, fueron sus padres Ignacio Ciro de Arteaga- Lazcano e Idiáquez, IV marqués de Valmediano, natural de Estella, y María Ana de Palafox y Silva, hija del VII marqués de Ariza, natural de Madrid.

    Tras recibir una educación esmerada, como correspondía a su posición social, inició la carrera de marino, hasta llegar a ser almirante de la Armada.

    En 1804 se casó en Aranjuez con Joaquina Josefa de Carvajal y Manrique de Lara, dama de la Reina María Luisa e hija de los duques de San Carlos. Tuvieron una hija, María Josefa, y un hijo, Andrés Avelino de Artega-Lazcano y Carvajal, conde de Corres y de Santa Eufemia.

    Fue regidor perpetuo de Toledo, perteneció al partido fernandino cuando Fernando VII era príncipe de Asturias. Era marqués de Armunia, V marqués de Valmediano y X de Ariza, por haber fallecido sin sucesión su prima hermana María Elena de Palafox y Silva, que era a quien correspondía. A la muerte de su abuelo materno, Vicente de Palafox y Silva, fue almirante de Aragón, uniendo a su nombre los títulos y apellidos de los Palafox, Centurión y Folch de Cardona.

    Prócer del reino en las tres legislaturas del Estamento desde 1834‑1835, fue nombrado, con la nueva Constitución de la Monarquía de 1845, senador vitalicio también desde ese año, dignidad que juró el 18 de diciembre. Sus descendientes, como los de todas las familias de la nobleza, estuvieron vinculados a la Alta Cámara, siendo también senadores su hijo, su nieto y su biznieto. Fue precisamente su nieto, el conde de Corres, quien comunicó al Senado su fallecimiento, ocurrido el 5 de febrero de 1864.

lunes, 13 de agosto de 2018

La cocina en Al-Ándalus.

    El estudio de la historia no sólo compete a las grandes batallas y al devenir político, sino que también entraña el estudio de los usos y costumbres de nuestros antepasados. Entre esos usos está en lugar privilegiado algo tan cotidiano como es la cocina. Y sobre ello versa este libro que hoy os traigo: La cocina en Al-Ándalus, de Mabel Villagra. Ochocientos años de tradición culinaria Hispano-Musulmana, resumidos en 38 recetas que van desde panes, verduras, pescados, carnes y deliciosos dulces. Todo ello ilustrado con dibujos de Celia Coe. Un libro editado por la Diputación Provincial de Almería que nos ayuda a seguir ahondando en la historia de una manera muy suculenta. 


¡Buen provecho!

martes, 13 de septiembre de 2016

La penosa muerte del rey Felipe II.

Extracto del artículo de Carlos Fisas sobre Felipe II. Historias de Reyes y Reinas.


Felipe no quiere abandonar las riendas del Estado. Hasta el último momento cuidará de los más mínimos detalles, y cuando sus manos ya no tengan ni fuerza ni forma para escribir, hará firmar a su hijo no sin antes haber leído el texto por lo que faltase o por lo que sobrase.

Y aún va y viene de Madrid a El Escorial, de Madrid a Toledo. Y en Madrid pasa su último invierno cargado de dolores, de angustias y de miserias, creyendo todos que va a morir de un momento a otro. Todos menos él, que quiere morir en San Lorenzo. Y cuando, próximo ya el otro verano, empieza a hablar de marchar de nuevo, los médicos se lo prohíben y Cristóbal de Moura, de rodillas, le ruega que no lo haga.

Pero la voluntad de Felipe es lo único que lo mantiene en pie y el 30 de junio de 1598 emprende la marcha hacia El Escorial, más larga que ninguna, más penosa que todas juntas.
Siete días de camino en el interior de una silla de manos, creyendo todos que va a morir a cada paso.

El 6 de julio llegaron al monasterio. Felipe se sintió mejor y el día de santa Magdalena quiso que lo llevaran a ver todos los rincones de su monasterio. Felipe, el arrepentido, escogió el día de la santa arrepentida para despedirse de aquellos lugares tan queridos.
Como siempre que se cansaba, por la noche tuvo fiebre; pero esta vez aquella fiebre significaba el comienzo del trance final. Y en su lecho de muerte daría comienzo —entre otros muchos recuentos— al recuento de sus enfermedades.

La muerte de Felipe II fue terrible. Fiebres intermitentes le afligieron sin descanso. El, que siempre había sido tan limpio, se podría en su cama. Las llagas invadieron su cuerpo y llegó un momento en que ya no pudo cambiar de postura. La limpieza de las llagas era cada vez más difícil y dolorosa para el enfermo, que llegó a exclamar: "¡Protesto que moriré en el tormento y dígolo para que se entienda!".


Algunos autores afirman que esta inmovilidad acentuó la podredumbre de las heridas, incluso Robert Watson asegura que la materia de las úlceras de Felipe II era tan purulenta y nauseabunda que llegó a criar gusanos.

Hoy día no se descarta la posibilidad de que, efectivamente, una mosca pudiera haber depositado sus huevos entre la repugnante mezcla de pus y excrementos que envolvían al Rey Prudente.

Su fortaleza era increíble, utilizando su fe para sacar fuerzas de flaqueza. Su habitación estaba llena de pared a pared de imágenes religiosas y crucifijos. Regularmente rociaba agua bendita sobre su cuerpo. Comulgó por última vez el 8 de septiembre, ya que los médicos se lo prohibieron a partir de ese momento por miedo a ahogarse al tragar la hostia. Al no poder sostener un libro contaba con lectores que le hacían sus últimos días más agradables. Diez días antes de morir entró en una crisis que le duró cinco días. Cuando volvió en sí, hizo entrar en su cámara a la infanta Isabel, a quien dio el anillo de su madre recomendándole que nunca se separara de él, y a Felipe, el heredero de la Corona, haciéndole entrega de un legajo con las instrucciones sobre los asuntos de gobierno.

A los treinta y cinco días de cama trataron de administrarle un caldo de ave con azúcar, que le produjo intolerables cámaras, para cuya evacuación, no pudiendo fácilmente servirse de los vasos de la cama por su inmovilidad, por más que se practicaron aberturas en el colchón, no era fácil limpiar por completo la yacija y tenían que moverle con toallas torcidas, con gran cuidado, pero aún así no era fácil evitar el hedor y las inmundicias en que tenía que estar. El doctor Marañón cree que durante este tiempo, dado el estado de semi-inconsciencia del enfermo, pudo padecer anosmia, por lo que no percibiría el mal olor.

El cronista Sepúlveda cuenta que Felipe II mandó fabricar su ataúd con los restos de la quilla de un barco desguazado, cuya madera era incorrupta, y pidió que le enterrasen con un hábito de tela holandesa empapada en bálsamo. También dispuso que la caja de su ataúd fuera de cinc y que "se construyera bien apretada para evitar todo mal olor".


Por fin, en la madrugada del 12 al 13 de septiembre, entró en mortal paroxismo. Antes del amanecer volvió en sí y exclamó: "¡Ya es hora!". Le dieron entonces la cruz y los cirios con los que habían muerto doña Isabel de Portugal y el emperador Carlos. Ya no volvió a pronunciar palabra alguna. Murió con la misma gravedad, seriedad, mesura y compostura que tanto guardó en vida. A las cinco de la madrugada del domingo 13 de septiembre de 1598 fallecía en El Escorial el monarca más poderoso de la tierra, aquel en el que sus dominios nunca se ponía el sol. Tenía 71 años y su agonía duró 53 días.

lunes, 27 de junio de 2016

¡Vivan las caenas!

    ¡Vivan las caenas! es un lema acuñado por los absolutistas españoles en 1814 cuando, en la vuelta del destierro de Fernando VII, se escenificó un recibimiento popular en el que se desengancharon los caballos de su carroza, que fueron sustituidos por personas del pueblo que tiraron de ella.


    En Madrid, el 11 de mayo de 1814 un gentío se lanza a la calle, aclama a D. Fernando VII y asalta la sede de las Cortes al conocer el decreto que abole la Constitución de 1812 y restablece el absolutismo. El carruaje de Fernando VII se detiene. Un grupo de personas desengancha a los caballos de las cadenas necesarias para empujar la carroza real y empiezan a tirar ellos mismos de la caravana. Su gesto es acompañado de un grito: ¡Vivan las caenas! Es el cántico que se reproducirá en la entrada de Fernando VII en las ciudades españolas en 1814. El pueblo recibe con fervor la vuelta del absolutismo encarnada en la figura del "Deseado". Celebran que el Rey haya derogado la Constitución de Cádiz. El episodio del carruaje pudo tener lugar anteriormente en Valencia. Se pretendía justificar con ello la decisión del rey de ignorar la Constitución de 1812 y el resto de la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, gobernando como rey absoluto, como le proponían los firmantes del Manifiesto de los Persas (12 de abril).

    En otras ocasiones se combinaba el grito con otros de contenido parecido: ¡Muera la libertad y vivan las caenas! ¡Viva el rey absoluto y vivan las caenas! etc.

sábado, 17 de enero de 2015

La Cartuja de Sevilla.

LA CARTUJA DE SEVILLA nace en 1841 de la mano del Marqués Charles Pickman (Londres, 4 de marzo de 1808 – † Sevilla, 4 de junio de 1883), que llega a la ciudad con la idea de establecer una nueva fábrica de loza fina de la mayor calidad, para competir con el dominio de las marcas inglesas.

William Pickman se estableció en Cádiz en 1810 y luego se trasladaría a Sevilla, donde tendría una tienda en la calle Gallegos, desde donde vendía a toda España loza y cristalería extranjera. Al morir William, su hermano Charles  llegó a Sevilla procedente de Liverpool en 1822. Ante la enorme importación de cerámica inglesa el diplomático y político español Cea Bermúdez decidió prohibir la importación del producto por los puertos del Mediterráneo al tiempo que permitía la llegada de las materias primas para fabricarlo para fomentar la industria cerámica local. Esta medida proteccionista del gobierno español hizo que Pickman tomara la decisión de crear una fábrica en Sevilla.

En el siglo XIX tuvieron lugar dos procesos de desamortización, por los cuales muchos bienes eclesiásticos pasaron a disposición de las autoridades del Estado para ser subastados. En la ciudad de Sevilla fueron producto de desamortización muchos conventos, que pasarían luego a otros usos. En 1836 el Ministro de Hacienda Juan Álvarez Mendizábal efectuó una primera desamortización. Charles Pickman pensó, en un primer momento, hacerse con el Convento de San Agustín, que se encontraba extramuros de la ciudad de Sevilla y en la ruta hacia Madrid. Sin embargo el lugar estaba ya destinado a servir como presidio, por lo que solicitó el monasterio cartujo de Santa María de las Cuevas de Sevilla donde encuentra las condiciones idóneas para su propósito.

La Real Orden del 4 de abril 1839 concedió el edificio a Charles Pickman, que pronto comenzó a construir en él la fábrica de loza. El 1 de enero de 1841 se puso en marcha el primer horno. Desde ese momento, los nombres de PICKMAN y de LA CARTUJA DE SEVILLA quedan unidos inseparablemente, designando la que muy pronto se convirtió en una de las producciones de loza más extensas y prestigiosas del mundo. Al igual que en otras fábricas de cerámica españolas del siglo XIX, como la de Sargadelos (en Galicia) o la de La Amistad en Cartagena (Murcia), llegaron maestros ingleses que eran conocedores de la producción de cerámica de forma industrial. A la fábrica de Sevilla llegaron 56 maestros británicos pero al cabo de diez años prácticamente todos se habían marchado porque los sevillanos habían aprendido rápido a realizar el trabajo. Es también importante señalar que en Sevilla existía abundante mano de obra especializada en la alfarería desde tiempo inmemorial. De hecho, las patronas de la alfarería son Santa Justa y Rufina, mártires de la Sevilla del siglo III d.C.

Desde la fundación de la fábrica en 1841, Charles Pickman estableció métodos fabriles novedosos como la importación de materias primas, el empleo de moldes, el uso de maquinaria especializada como los brazos mecánicos y las prensas, el trabajo de especialistas ingleses y toda la experiencia ceramista del fundador que supuso el éxito inicial de la fábrica. El negocio resultó floreciente llegando a convertir la fábrica de Sevilla en una de las más conocidas de Europa y consiguiendo comerciar con los países hispanoamericanos. En 1849 la fábrica ya contaba con 22 hornos y unos 500 operarios. Un elemento característico de la fábrica son los hornos antiguos llamados "de botella", realizados en ladrillo y que en la Exposición Universal de 1992, celebrada en la Isla de la Cartuja de Sevilla, servirían de inspiración para el diseño del Pabellón de Europa, que hoy es la sede administrativa del Centro Tecnológico Cartuja 93. El propio edificio monacal que sirvió posteriormente de fábrica fue restaurado y sirvió de Pabellón Real en la muestra de 1992.

Formas, decorados y colores característicos, comienzan pronto a crear un estilo propio que se convierte en la principal seña de identidad de la fábrica. Esa fuerte personalidad se transmite en las piezas decorativas, vajillas y juegos de mesa que se hallan presentes desde 1841 hasta nuestros días en colecciones públicas o privadas de cerámica artística, así como en las principales casas reales de Europa. La fábrica produjo loza estampada, loza blanca de pedernal, loza decorada sobre barniz de calco, loza pintada y loza china opaca.


La segunda mitad del siglo XIX es de gran esplendor para LA CARTUJA DE SEVILLA que recibe numerosos premios de primera clase y medallas de oro en exposiciones internacionales: Paris (1856, 1867 y 1878), Londres (1862), Oporto (1865), Viena (1872), Sevilla (1858, 1929 y 1949), Barcelona (1888), Bayona (1864), Filadelfia (1876), etc. Un hito importante en cuanto a reconocimiento de la calidad de los productos elaborados por la fábrica se produce en el año 1871 cuando LA CARTUJA DE SEVILLA es nombrada Proveedora de la Casa Real de España por Amadeo I de Saboya quien concede posteriormente el título de Marqués de Pickman al fundador de LA CARTUJA DE SEVILLA, por su destacada aportación a los procedimientos industriales. Charles Pickman también es distinguido con su admisión en la Nobilísima Orden de la Jarretera británica, que se usa como marca en algunos de los modelos de la fábrica.

lunes, 18 de agosto de 2014

Los príncipes Fernando y Diego Félix de Austria.


    Fernando de Austria (4 de diciembre de 1571–18 de octubre de 1578) fue un príncipe de Asturias, hijo mayor de los reyes Felipe II de España y Ana de Austria.

    El 31 de mayo de 1573 fue jurado como príncipe de Asturias en el monasterio de San Jerónimo, ya que el título había quedado vacante con la muerte de su medio hermano Carlos de Habsburgo fallecido en 1568. Sin embargo, Fernando falleció a la edad de 6 años, convirtiéndose en el nuevo príncipe de Asturias su hermano Diego.


    Diego Félix de Austria (15 de agosto de 1575 – 21 de noviembre de1582) fue un Príncipe de Asturias, tercer hijo varón del matrimonio formado por Felipe II y su cuarta esposa, Ana de Austria, pero el sexto hijo para el monarca.

    Para el día de su nacimiento aún no pasaban dos meses de la muerte de su hermano Carlos Lorenzo. Cuando contaba con tan solo 3 años falleció Fernando, el mayor de sus hermanos varones, lo que le convirtió en Príncipe de Asturias, heredero de la Monarquía Hispánica. El ascenso de su padre al trono portugués en el año 1580 le convirtió también en el heredero del trono luso y de su imperio colonial.


    Al igual que al príncipe Fernando, a Don Diego le sorprendió la muerte a muy temprana edad, cuando tan sólo contaba con 7 años de edad. El título pasaría al siguiente de sus hermanos, el infante Don Felipe, futuro Felipe III de España. Sus restos mortales reposan junto a los de su hermano mayor el príncipe Fernando en el Monasterio de El Escorial.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ideales victorianos.

    ¿Cuáles son los ideales de esta era? El primero, quizás el más perceptible, es el ideal de progreso. Progreso científico (Darwin), progreso económico (Stuart Mill y librecambistas de Manchester), progreso social (a pesar de las lacras de miseria de la nueva sociedad industrial), progreso tecnológico (ferrocarril, industria textil del norte de Inglaterra). Nada tan palpable en la era victoriana como el progreso.


    La segunda característica que se advierte en la literatura de la época victoriana es un cierto espíritu didáctico (la filosofía de Carlyle) y moralista (la novelística de Dickens). Hay tener en cuenta que, junto a la revolución industrial, se ha ido produciendo en Inglaterra una revolución social que hacía que millares de personas, hasta entonces analfabetas, accedieran a la cultura de la letra impresa. El escritor se sentía “educador” de estas masas proletarias y de clase media. Se explica así el auge del melodrama y las novelas por entregas para satisfacer exiguas necesidades culturales de estas clases sociales.

    Otro de los ideales de la era victoriana era, sin duda el espíritu de descubrimiento y aventura. Los viajes de Livingstone y Stanley apasionaban al público inglés, que seguía sus aventuras por el corazón de Africa con entusiasmo.

    También es propio de la era victoriana un cierto espíritu religioso, incluso místico, que trataba de hermanar los grandes descubrimientos científicos y técnicos con una nueva fé en Dios.

    Quizás la característica esencial de la era victoriana sea su sentido práctico —utilitarismo; en cierto modo el capitalismo actual es una vertiente de entonces—, su búsqueda de la realización personal y colectiva, su sentido de lo que los ingleses llaman el fulfilment o el accomplishment.

    He dejado adrede para el final un ideal de la época victoriana que a menudo se olvida y -más a menudo aún- se ignora. Esta nueva sociedad inglesa tan aparentemente abocada al trabajo, a la moral y a las buenas costumbres, inventa el juego, en todos los sentidos y direcciones que este término abarca. Desde el backgammon y los juegos de casino, las charadas y juegos de salón, hasta los deportes de campo, como el rugby, el tenis, el cricket y el fútbol. Sin olvidar el croquet, que es una mezcla de juego de salón y de campo. Naturalmente, algunos de estos juegos eran ya conocidos antes de la era victoriana, pero es sin duda esta sociedad la que los practica y pone de moda, difundiéndolos por todo el orbe terráqueo. Sin temor a la exageración, podíamos hablar de la aparición de un «homo ludens», es decir, de un hombre que, fundamentalmente, se realiza jugando.

Prostitución.


    La doble moral sexual es propia de la era victoriana. La reina mandó alargar los manteles de palacio para que cubrieran las patas de la mesa en su totalidad ya que, decía, podían incitar a los hombres al recordar las piernas de una mujer. Sin embargo, paralelamente a las estrictas costumbres de la época se desarrollaba un mundo sexual subterráneo donde proliferaban el adulterio y la prostitución.

    La prostitución era una actividad muy frecuente en la Inglaterra del siglo XIX. Tan sólo en Londres se calcula que había unas 2.000 prostitutas en los barrios bajos de la ciudad. Generalmente éstas eran mujeres que hacían la calle por unas pocas monedas y que procedían de las más diversas nacionalidades. Londres era una capital terriblemente pujante y era un destino muy popular en los flujos migratorios.

    Las prostitutas poblaban los bares y las calles de Whitechapel, uno de los barrios más pobres del East End. Pero también se encontraban cerca de teatros y establecimientos de ocio masculino, desde burdeles hasta locales donde los hombres bebían y disfrutaban de espectáculos eróticos que muchas veces estaban protagonizados por menores de edad. La prostitución homosexual también existía, aunque lógicamente el secretismo en torno a ella era mayor.

    Las enfermedades sexuales fueron muy corrientes en la época, como lo fue también la tuberculosis.


    La irrupción de Jack el Destripador en el verano de 1888 fue devastadora para las prostitutas de Londres. La histeria se apoderó no sólo de Londres sino del país entero que leía las noticias en los periódicos con estupor e indignación de que ni toda la policía de la ciudad pudiera detener a un solo hombre. El asesinato de prostitutas era algo corriente entonces. Se registraban muchos acuchillamientos y también muchos suicidios de mujeres que rajaban su garganta con un cuchillo (entonces era una forma de suicidio corriente) pero el modus operandi del asesino sorprendió a los más insensibles. El asesino nunca fue encontrado.